En el 325, el emperador romano Constantino se enfrenta a un gran
dilema: continuar persiguiendo a los cristianos y convertir en comida para los leones al 50 % de
pobladores del Imperio Romano, o transformar
al cristianismo en una religión acomodada a sus propios fines. La gran movida política de Constantino fue
convocar al Concilio de Nicea con la intención de unificar su religión
mitraista con la naciente y pujante religión cristiana de la mayoría de sus
súbditos.
Al
concilio de Nicea I asisten los representantes cristianos, procedentes de
Jerusalén y toda Palestina, con más de 40 evangelios, varias epístolas, muchos
apuntes de los apóstoles, referidos a la vida y obra de Jesucristo. También
asisten los que tienen en su poder las cartas
escritas por el romano Saulo, mitraísta, conocido como Pablo, quien no había
conocido personalmente a Jesús y
desconocía sus enseñanzas.
El objetivo
del Concilio convocado, financiado y presidido por el emperador Constantino, hijo de Flavia
Helena, canonizada posteriormente como santa Helena de Constantinopla, es
elegir cuatro evangelios y algunos otros pocos documentos con la intención de organizar
el culto de la religión del Imperio Romano. Sin ninguna posibilidad de oponerse
a la voluntad del Emperador y con la gran oportunidad de ser parte del poder
político romano, la mayoría de obispos apoya lo propuesto por el emperador
absolutista y tirano. Se produjo una pelea teológica en condiciones muy desiguales;
el poder del imperio dominante con las armas a su favor, contra las creencias
de una minoría sojuzgada pero colmada de fe.
Antes del
Concilio de Nicea I, la mayoría de los documentos sobre la vida y obra de Jesucristo
se consideraban “canónicos”, legítimos y verdaderos por grandes comunidades
cristianas. En el siglo IV, bajo amenaza de muerte, los cristianos fueron
dominados por Constantino I; se impuso Saulo-Pablo; el obispo Alejandro,
defensor y amigo del emperador, sobre las creencias del sacerdote Arrio,
exponente y defensor del cristianismo primigenio.
Después
del Concilio Ecuménico de Nicea I, quienes persistieron en su creencia, admirando
y reconociendo a Jesucristo como un Santo Profeta, ungido, elegido por Dios,
con la misión
divina de dar ejemplo de vida y sabios consejos, fueron acusados y condenados
por blasfemia, por herejía; fueron responsabilizados del cisma o división
religiosa dentro del Imperio, declarados malditos, anatematizados; y así,
huyeron escondiendo todos los documentos
cristianos no incluidos en el Nuevo Testamento Niceno.
A partir
de este primer Concilio, lo que no fue incluido en ese Nuevo Testamento, fue
considerado apócrifo, prohibido, falso, herético, y, por lo tanto susceptible
de ser ocultado o quemado.
Cuando
los asistentes al Concilio se vieron frente a la necesidad de explicar al
pueblo de Nicea el por qué de la elección de los cuatro evangelios y las
razones para desechar el resto, emitieron un documento titulado “Libelus
Synodicus”.
El documento
Libelus Synodicus decía que todos los
documentos cristianos fueron colocados sobre un altar, en torno
al cual se arrodillaron los obispos y pidieron en oración a Dios que los
Evangelios que debían ser incluidos en el Nuevo Testamento permanecieran en el
altar y que los no elegidos cayeran al piso. La respuesta de Dios fue un fuerte
viento que envió al piso los documentos, quedando sobre el altar, los cuatro que
hoy aparecen en el Nuevo Testamento tradicional. Y para estar seguros
de que no existiera en los cuatro “evangelios elegidos por Dios” una sola
palabra que no fueran aceptad a por Dios, los obispos iniciaron fervientes
oraciones para pedir al Todopoderoso que eliminara de la mesa al evangelio que
contuviera alguna palabra indigna. La respuesta de Dios fue la ausencia de caídas
al piso, y los 4 evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan permanecieron sobre el
altar. Y para que no quedara la más mínima duda de lo acertada de la elección,
asegura el documento anónimo que el Espíritu
Santo entró en el recinto del concilio en forma de paloma; entró a
través del cristal de una ventana sin romperlo, voló por el recinto y se posó
sobre el hombro derecho de cada obispo y, al oído
de cada uno, empezó a decir: de todos, esos son los evangelios elegidos por
Dios.
Y con
esta explicación, los otros evangelios, epístolas y cartas, fueron declarados
apócrifos. Quienes no aceptaron la explicación del Libelus Synodicus fueron
llamados Herejes.
La
decisión de elegir nada más cuatro evangelios, se debió a la influencia
ejercida por Ireneo, obispo de Lyon, quien escribió contra los gnósticos en su
obra “Contra las Herejías”, y en ella justificaba su preferencia por los
cuatros evangelios en los siguientes términos: "El Evangelio es la columna
de la Iglesia, la Iglesia está extendida por todo el mundo, el mundo tiene
cuatro regiones, y conviene, por tanto, que haya cuatro Evangelios. El
Evangelio es el soplo o viento divino de la vida para los hombres, y, puesto
que hay cuatro vientos cardinales, de ahí la necesidad de cuatro Evangelios. El
Verbo creador del universo
reina y brilla sobre los querubines, los querubines tienen cuatro formas, y he
aquí por qué el verbo nos ha obsequiado con cuatro Evangelios"
Se estima
que, con lo no incluido en el Concilio de Nicea I, hay documentos suficientes
como para editar más de 80 libros
que contengan la vida y obra de Jesucristo.
Veintidos
años antes del Concilio de Nicea I, en el año 303, el emperador Diocleciano se
propuso destruir todos los documentos
cristianos que pudiese encontrar; por lo que las copias de los
documentos apostólicos, que provenían de Jerusalen y circulaban en Roma, fueron
destruidas pero no las que circulaban dentro de Palestina. Cuando Constantino I
ordenó hacer nuevas versiones de esos escritos
para la compilación del Nuevo Testamento, dio la oportunidad a los custodios de
la ortodoxia paulina católica romana tuvieron la oportunidad de revisar, alterar, modificar y reescribir los
contenidos para que coincidieran con su doctrina, sus creencias y sus
conveniencias. En ese momento, se hicieron la mayoría de las alteraciones y
modificaciones a las copias y originales
de los escritos cristianos, que sobrevivían en ese momento en Roma.
En 1976,
se descubrió un gran depósito de manuscritos cristianos antiguos en el
monasterio de Santa Catalina en el Monte Sinaí. El descubrimiento se mantuvo en
secreto hasta que lo publicó un periódico
alemán en 1978. Hay miles de fragmentos, algunos anteriores al año 300 de
nuestra era, incluyendo ocho páginas que faltaban del “Códice Sinaítico” del Museo Británico.
Otros manuscritos
cristianos escondidos fueron encontrados en el pueblo de Nag Hammadi, Egipto,
en 1945 y en Hirbert Qumram, en 1947, y en otros sitio arqueológicos y
se encuentran depositados en museos u organizaciones de diversos países y están
siendo estudiado por los expertos.
Los
documentos cristianos, tenidos en cuenta en el Concilio de Nicea I, fueron muy
pocos y son, básicamente, paulinos (doctrina de Saulo-Paulo) y mitraísta (La
religión de Constantino I)